lunes, 20 de octubre de 2008

La belleza en toda su violencia

A ella, la belleza en toda su violencia
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La reunión empezó tarde. Pero mientras más tarde comenzara mejor. Fui temprano porque al otro día era jueves y no tenía clases. Para mis demás amigos, ni siquiera existía juerga cuando llegué. Los pocos presentes nos pusimos a conversar hasta que el lugar se colmó de más invitados. Poco a poco estos fueron llegando y se armó la reunión. Sin darme cuenta fui envolviéndome en el reencuentro de viejos camaradas. Pero, con la conversación y demás temas, sucedió lo inevitable: sacaron el trago. Digo ‘sacaron’ en todos sus sentidos. Mi amigo, el cumpleañero, sacó cervezas y una gaseosa de su refrigerador. Vi a la gaseosa como mi pionera salvación en aquel momento, pero mi esperanza se desvaneció rápidamente al notar que sacaba un ron de la alacena. Otros, recién llegados, sacaron tragos de sus mochilas, sus casacas, de bolsas camufladas entre sus cosas. También aparecieron los primeros cigarros de la noche… De un momento a otro, la cálida y reconfortante conversación en la acogedora y no menos cálida sala de la casa se había transformado en el despelote de la vida, una juerga que pintaba como épica, la típica situación que suelo apreciar y disfrutar, pero que, ese día, no podía.
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Me sentí el más monse de la noche al pedirle a mis amigos una gaseosa. No me importaron las miradas juzgadoras ni las asombradas de mis amigos más cercanos. A los más inusuales ni siquiera me molestaba en explicarles la situación sino que daba cualquier excusa. A los más cercanos, y que se atrevieran a preguntar, les decía la verdad (no había por qué ocultarla): hoy no bebo por una mujer. Algunos, creyendo que habían escuchado mal o que me había pajareado al hablar, me volvían a preguntar. Hoy no bebo por una mujer.

A uno, no de los más cercanos del círculo, pero de los pocos que estuvo dispuesto a preguntarme más al respecto, le conté el cuento completo. 30 días y 30 noches sin tomar. Una osadía. Una cruzada inalcanzable. Una apuesta. Una competencia que había hecho entablado con Claudia y que, en ese momento, al parecer, la única manera de ganar era perdiendo. El único escape estaba ahí, dentro de esa casa, con esa gente, ese ambiente. Las bases de la apuesta eran claras. No podíamos tomar en un mes porque… porque…. bueno, porque consideramos, en ese momento, que era lo mejor para nosotros. ¡Nuestras conversaciones no podían girar siempre a temas referidos al alcohol! Ante el reto que significaba esa misión, y lo difícil que parecía en apariencia, decidí por acceder. Ahora, que ya acabó la susodicha apuesta, aún creo que había mucho que perder, pero poco que ganar (porque aún no me convence eso de la satisfacción personal de no tomar…)
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Justamente aquel era uno de esos momentos en los que me sentía perdiendo. Ya días antes había escapado a las tentaciones y trabas dispuestas por la vida (una vez más trastocada en esta bitácora), pero esa era un gran paréntesis, un verdadero escalón por trepar. Supe acomodarme entre mis amigos y amigas que no toman, por costumbre, o por circunstancias, como yo. Algunos ya estaban acostumbrados a la difícil faena de ignorar a los demás en apariencia más divertidos. Otros reemplazaban aquel vicio por otro, como el cigarro. Los demás conversaban. Yo me uní a ellos.
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Desde allí era totalmente otra perspectiva. Tampoco es que fuéramos un grupo apartado. Todos se integraban con todos, pero no podíamos evitar que de vez en cuando nos ofrecieran algún vaso. El ‘No’ como respuesta era lo que nos diferenciaba. De a pocos comencé a ver como los ojos de mis amigos y amigas decaían a causa del alcohol. Las incoherencias y actos poco tímidos empezaron a tomar protagonismo. Fui testigo de cómo las ojeras se formaban en los rostros… y sentí envidia… ¿Por qué yo no podía estar así? ¿Por qué no podía ser partícipe de los bailes desarticulados, y poco coordinados, de ellos? ¿Por qué justo escogieron esa fecha para desgranmadrarse a punta de alcohol? Puede parecer un argumento sostenido con esa médula etílica que vive en mí, pero era lo único en que podía pensar. Estaba tenso, también incómodo y la culpé (lo siento, pero es verdad. Te culpé).
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Al resto le daba igual. Pasaron un par de horas y había logrado distraerme. Estaba pasándola bien, pero el alcohol siguió haciendo efecto en mis compañeros. Pronto me vi envuelto en los trencitos que recorrían la improvisada pista de baile, en las conversaciones íntimas de mis amigas, en los coros desafinados de las canciones de Sabina y esas salsas cortavenas, en los diálogos despechados mis amigos… y luego, los brindis. Ahí el giro inesperado de la noche. Después de unos incoherentes intentos de algún avezado, escuché mi nombre. Sabidos de mi afán por hacer brindis cada vez que tomo, en su inconsciencia, comenzaron a pedir a gritos mi nombre, mis ‘brindis’, buscándome entre las más o menos 30 personas que había. No es que sea especialmente creativo, sino que en momentos en los que ya no se razona muy bien, mis cursis, trillados, mil veces contados, y ‘poéticos’ brindis (porque cada vez que puedo trato de acabarlos en rima), suenan a frases coherentes e ingeniosas, algo de lo que están muy alejados.
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Lamentablemente yo no hago ‘brindis’ sobrio. Se me sale el miedo escénico. Los hago cuando estoy suficientemente picado como para que no me importe el qué dirán. Solo atiné a hacer señas de reconocimiento con la mano. Sin embargo, la gente insistía (¿no saben que cuando hacen eso es peor?). Tras un momento de reflexión y tal vez por lo ‘empilado’ que estaba a pesar de no haber tomado ni una gota de alcohol, y como vi rostros familiares y acogedores, accedí, sin tener ni idea de qué iba a decir. Mi amigo, el dueño del santo, invocó al silencio, carajo, el periodista va a hablar. Hice caso omiso al comentario y no hice un brindis, sino que le dediqué unas palabras al cumpleañero, palabras que ya ni debe recordar tomando en cuenta lo desorbitado de sus ojos. No las repetiré pues eran para él. Me desprendí de ellas cuando se las dediqué. Mis palabras fueron agradecidas, incluso la hermana del susodicho se acercó a decirme que estuvieron bonitas. Así que, ante la confraternidad, me fui embriagando con el ambiente. Sin notarlo era uno de ellos, un borrachín más.
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Y ahí sí los brindis afloraron, desde el típico Por ellas, aunque mal paguen, hasta el algunas veces usado por cada mujer que tendrá nuestro corazón, afortunadas de mier… Hasta que otra vez fui acudido para un brindis. Esta vez, con el mayor desparpajo que me era posible me aventuré. Una vez más no sabía qué decir, pero clamé el silencio. Entonces pensé en la persona a la que debía tan inusual y satisfactoria noche.
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Me dirigí al cumpleañearo y hablé, Hoy quiero hacer un brindis un poco egoísta, tomando en cuenta que es tu cumpleaños y hablaré sobre mí. Hoy quiero brindar por una mujer, uno que otro murmullo, continué, la razón por la cual hoy no puedo tomar. Una mujer que me hace renegar pero que generalmente me hace sonreír. Una mujer con la que he tomado muchas veces pero que es la que hoy me aleja del trago. Alguien cuya sonrisa me impide decirle ‘no’. Una persona con quien a veces me gustaría molestarme, pero me es imposible. Una mujer que no ha cambiado mi vida, pero sí ha hecho la diferencia. Por ella, alcé mi vaso de Sprite, la belleza en toda su violencia.
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Iba más o menos así. Detalles más, detalles menos. No elaboraré un juicio semántico ni semiológico al respecto. El silencio reinó. Incluso, como si algún director de películas gringas de Hollywood hubiera dirigido ese momento, un perro comenzó a ladrar en la calle, lo que ahondó el silencio. Hasta que el del cumpleaños, ya severamente afectado, solo supo decir este conchesu… las risas volvieron y la bulla siguió. El ‘salud’ al unísono se hizo a escuchar y por ahí algún cófrade ebrio me dijo maestro, Sotelo…o grande, Eduardo-
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No mencioné su nombre, pues no lo consideré necesario tomando en cuenta que ellos no la conocían. Pero sí me quedé pensando en ella. Hace tiempo no vivía una reunión bajo esas circuntancias y se lo debía a ella. Si bien antes la culpé, en ese momento se lo agradecí. Es más, le agradecí muchas cosas… Le agradecí por sonreirme siempre, por escucharme, por alegrarme el día, por no molestarse conmigo (aún cuando yo la molesto mucho y sé que la abrumo con todos los mensajes de texto que le envío), por simplemente estar ahí, porque el solo hecho de escribirle un mensaje, aunque no me responda (cosa bastante usual), me sube el ánimo. Por entenderme, por aceptarme con todos mis defectos, por hacerme compañía, por ser como es.
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Observé a mi alrededor y el ambiente era el mismo, como si nunca hubiera hablado. Vi a mis amigos ebrios y me alegré de no estar así. Estaba divirtiéndome, pasándola bien, estaba mejor que bien, mejor que si hubiera tomado. En tanto pensaba en esa mujer por la cual no bebí aquel día, evaluaba si ir a bailar con mis amigas o ir a un rincón de la sala donde unos amigos contaban chistes. Mientras me decidía, solo atiné a sonreír, después de mucho tiempo de manera sincera, saqué mi celular y comencé a escribir un mensaje.
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Esta canción, pues porque me gusta y porque alguna vez se la dediqué. No me dijo nada al respecto, así que asumo le gustó. Para tí.
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