miércoles, 29 de junio de 2011

Nos sobra aliento

Sí, fue en una Sub 20. Y sí, fue por penales. ¿Y qué? La U es campeón de una Libertadores y nadie podrá quitar eso de los hinchas cremas. Sé que dije hace un tiempo en este mismo espacio bloguero que no escribiría más de fútbol, pero la situación lo amerita. El domingo, grité como nunca y, lo confieso sin vergüenza ni prejuicios, y alzando la frente, estuve al borde de las lágrimas.

¡Pero qué derroche de energía! No hay cómo describirlo. Los muchachos -antes denominados 'cremitas', yo creo que ahora deberían ser 'cremotas'- no achicaron. No les pesó la camiseta para enfrentar a un equipo que se presumía superior, ni a miles de hinchas desde las tribunas. No les ganó la presión, ni en el clásico ni en la final, de estar en un estadio lleno. Era una final y había que jugar con todo, con garra, sin sentir el peso de una historia sobre los hombros, pero tampoco olvidánsose de ella. Arriesgando lo necesario, pero con orden y precaución. Y todo estuvo presente. Aunque todos pensaban que se tirarían atrás a 'aguantar', ellos fueron a pararle el macho a los argentinos. Tanto así que luego del empate, algunos se quedaron picones por no haberlo ganado en los 90. Y en los penales, ¡qué seguridad! Las definiciones también juegan, por eso, hay que saber jugarlas. Uno, dos, tres, cuatro... Y entonces la euforia.

Gritos, abrazos, la alegría. Esa emoción tantas veces esquiva. Los brazos extendidos hacia arriba, en señal de victoria, tocando, aunque sea por ese instante, el cielo, más cerca que nunca. Ver al grupo de 'chibolos', Polo, Flores, Duarte, López, Romero, Shuler, Vargas, La Torre, Mimbela, etcétera, etcétera, sintiéndose grandes por primera vez y disfrutándolo, será algo inmortal, algo que llevaran todos los hinchas en sus corazones.

Y ojalá que esos chicos se lo hayan dedicado a todos los que no confiaron en ellos. En todos los que les desearon la derrota. Para esos iba. Para los que dijeron que no tenían con qué ganarle a Boca. Desde su escéptico entrenador que se encontraba en España (increíble que no haya completado la Bolsa de Minutos con una Sub 20 campeona de Libertadores), hasta el clásico rival, que comenzó a hablar por la herida.

Seguramente no fue un torneo de una categoría mayor. ¿Y? ¿Eso quiere decir que no jugaron con todo? ¿Boca no jugó con todo en la final? ¿Sus jugadores no lloraron la derrota? ¿Alianza no jugó con todo, todo el campeonato y en el clásico? ¿Que la U no ganó en la cancha, sino en penales? Habría que decirle los equipos mayores de Brasil, Boca, Milan, Manchester y otros grandes, que, sorry, pero ganaron en penales. Tendríamos que decirle al Alianza del 2001 que en su centenario no ganaron en la cancha en la final, sino que vencieron a Cienciano por penales. ¿Dominaste el partido? A lo mejor, pero no lo ganaste en 90 minutos.

Ya pasaron varios días, pero la alegría sigue. Pero debemos recordar que los momentos de euforia son intensos, pero no eternos. Que el trabajo no quede ahí. Hay mucho futuro por explotar. Pasadas las celebraciones se debe comenzar a mirar hacia adelante.

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Que las heridas no hablen y que las excusas no se disfracen ahora de explicaciones. Es momento de celebrar un triunfo, de disfrutar de esa alegría que tan largamente nos ha sido indiferente y que esta vez sentimos tan cerca de la piel. Hay que acostumbranos a ganar. La U es campeón, señores. Y no hay nada más que decir.

Una canción del grupo que le da el título a este post, Nos sobra aliento. Cómo no voy a quererte Universitario.

sábado, 2 de abril de 2011

A las mujeres les gusta el golpe (Parte III y Epílogo)

A ti. Gracias por dejarme publicar esto.

Ella es una de mis mejores y más antiguas amigas. Sus zigzagueantes y amenazantes curvas, en combinación de esa mirada penetrante pero tierna, despertaban los deseos canallezcos de varios. Por lo menos eso notaba, por ejemplo, cada vez que salía con ella. Al principio me chocó, pues no estaba acostumbrado a las miradas lujuriosas de los tipos —chiquillos y tíos— con los que nos cruzábamos, sin respeto alguno por mí, su eventual —aunque inofensivo— acompañante. También hubo veces en las que ella me contaba en confidencia —y con humildad genuina — de algún desdichado que trataba de cortejarla y enamorarla, causando su repulsión y sincera sorpresa, pues ella —otra vez con humildad— no entendía qué le veían. Varias veces, debo confesarlo, debido a esa generosa figura, su rostro juvenil e inocente y, sobre todo, por esa 'química' (si es que eso realmente existe) que teníamos, me vi tentado a quebrar mi lealtad a los estándares de la amistad y persuadir algún intento de algo más. Sin embargo, resistí hidalgamente y nuestra relación se mantuvo incorruptible. Y me alegra que así haya sido.

Aquel era un lunes por la tarde. Me encontraba en el trabajo cuando vibró mi celular. Inmediatamente, al ver quién llamaba, esbocé una sonrisa. No había otra forma de celebrar su llamada, pues siempre era un gusto escuchar su voz. Contesté alegremente esperando escuchar su usual tono animado y lleno de vida que solía sacarme a flote cuando sentía ahogarme en un vaso con agua. Sin embargo, la noté algo apagada.

— ¿Y ese milagro? —le dije ni bien contesté.

— ¡Eduardo! Qué mal hablado. Tú sabes que ando ocupada. ¿Cómo te va? —me respondió, en un vano intento por sonar animada.

— Ahí bien, trabajando —le seguí el juego.

— Oye, ¿qué harás el viernes? ¡Hay que vernos!

Fue entonces que en verdad me empecé a preocupar. Desde que había vuelto a verla, ella y yo solíamos meternos largas chácharas vía telefónica —gracias a su ilimitado saldo— o también por messenger, o en ocasiones por mensaje de texto. No es que no nos gustara vernos, pero su vida universitaria y laboral parecía incontrolable. Además, se las arreglaba para mantener, lo que yo consideraba, una llevadera relación con un muchacho de su trabajo. Cuando pensé en eso fue que caí en la cuenta y empecé a sospechar.

— ¿Todo bien? —le pregunté.

Demoró en contestar y se quedó en silencio unos segundos. Eso bastó para darme cuenta de que no todo estaba bien.

— Sí, todo bien —me dijo en su tono más convincente—. Necesito que me hagas un favor.

Okay... dime.

— Mejor hay que vernos y ahí te digo.

— Nos vemos el viernes, entonces —le respondí dándole la razón, pues sentí que ese era el tipo de conversación que debían mantenerse en persona.

— Genial. Te llamo en la semana para coordinar.

Y así, tras unas dulces palabras de despedida, acordamos para vernos ese fin de semana. No me llamó, pero sí me recontra confirmó con un mensaje de texto. Me emocionaba verla frente a frente. Habían pasado aproximadamente dos meses desde la última vez que la había visto. Parece ser poco, pero antes de aquella vez, no la había visto desde hacía cuatro años.

*******

A ella la conocí de manera bastante curiosa. Iba yo en una combi, hace bastantes años, cuando subió una muchacha con un bebito. Inmediatamente pensé que la niña esta parecía muy chibola para ya tener su cachorro, pero bueno, quién era yo para juzgarla. Se sentó en uno de los asientos de adelante —yo estaba en el segundo—, y el bebé y yo quedamos casicara a cara. Ahora, para los que no saben —creo que nadie sabe— yo tengo la manía de hacerles "caras" a los bebes. Me causan mucha gracia cuando se quedan ahí mirándome, como era el caso en esa combi, sin expresión alguna, y les hago "caras" para hacerlos reír. Hice eso en la combi, y logré las más sinceras de las risas del bebé en frente mío. En eso, la supuesta madre del niño (supe que era niño porque estaba de celeste) volteó roja de risa y me preguntó que qué le hacía a su hermano. Me quedé ahí, como una estatua, aún sosteniendo en el rostro la última mueca que la había hecho al chamaco, sin saber qué decir. Antes de que pudiera decir algo, la hermana mayor, la chica de la que trata este caso, me dijo, señalando el retrovisor de la combi, que me había estado viendo hacía mucho rato por el espejo. Se rió, me reí y ahora, tras muchos años de detalles, es una de mis amigas más cercanas.

Andábamos de arriba bajo muy seguido. Vivíamos relativamente cerca y lo aprovechábamos. Luego de un tiempo nos alejamos un poco, pues ingresé a la universidad y, aunque quería, no me alcanzaba el tiempo para ella. Un año después, todo se regularizó, ya que ella también ingresó a la misma universidad. Allí volvimos a encontrarnos y, pese a que nuestras clases no coincidían, nos la arreglábamos para juntarnos de vez en cuando para estudiar o tomarnos un café. Pero un día cambiarían las cosas. Acababa de terminar un semestre, cuando me comentó que se iría a Canadá a visitar a unos tíos durante el verano. Iban a ser tres meses sin vernos cuando en esa época era impensable que nos separáramos siquiera más de tres días.

Nos metimos unas chelas de rigor antes de que partiera y me prometió que entraría seguido al messenger. Su filosofía anti-tecnología había hecho que con las justas se creara uno. Además, no tenía celular, ni Hi5, y mucho menos Facebook, que, me parece, ni siquiera estaba en el mapa en aquellos tiempos. Sin embargo, cumplió su promesa y estuvimos en contacto gran parte de ese verano. Lo malo fue que cuando ya había acabado el supuesto viaje de tres meses, me anunció que se quedaría seis meses más. No pensé que pudiera soportar tanto tiempo, sin embargo no se lo dije. Mientras me iba acostumbrando a la idea, seguimos conversando por messenger hasta que, de un momento a otro, dejó de conectarse. Le escribí varios correos y nada. Pasaron los seis meses y nada. Mucho menos sabía la dirección en la que se quedaba en Canadá. La busqué en los registros de la universidad y seguía apareciendo como alumna no matriculada. Parecía que se la hubiese tragado la tierra.

Y así había llegado el 2010. Habían pasado más de cuatro años desde que la había visto por última vez, tanto así que cuando pensaba en ella, todo lo que habíamos vivido parecía un sueño más bien lejano. Hasta que un día la vi nuevamente. Me encontraba con un par de amigos en una excursión a un karaoke miraflorino, cuando entre trago y trago, escuché una voz peculiarmente conocida, cantando una canción de La Oreja de Van Gogh. No le hice mucho caso, pero entonces recordé que la única vez que había ido a un karaoke antes había sido con ella, unos cinco años antes. Esa vez, ella se mandó un par de canciones, con esa voz media ronca que pone al cantar —porque al hablar su voz es dulce y casi rozando con lo aniñada— e insistió para que cante una con ella. Recuerdo que ya entonces tenía una debilidad por ella que me impedía negarme a sus caprichos y terminamos cantando una de Luis Miguel, como si fuéramos dos tórtolos enamorados —e improvisados—, pero que en verdad era parte de una crueldad suya por hacerme quebrar mis estándares morales y sucumbir a la vergüenza pública.

Entonces me excusé con mi mesa diciendo y así poder inspeccionar con cuidado a la muchacha que cantaba esa canción de La Oreja de Van Gogh. Y sí, allí estaba ella, casual y suelta de huesos en una mesa con un grupo de muchachos. Sentí que había retrocedido en el tiempo, unos cinco o cuatro años antes y éramos otra vez esos adolescentes que andaban de arriba a abajo todo el día y que vivían en su burbuja. Me sentí otra vez en un sueño. Pero, bueno, pensé, lo bueno de los sueños es que muchas veces pueden volver a soñarse. Me quedé ahí parado, viéndola, sin saber si acercarme e interrumpirla o saludarla luego, pensando en que tal vez no me reconocería o que a lo mejor perdimos contacto porque ella así lo quiso. Antes de que tomara una decisión, ella me vio, me observó unos segundos, en los que dejó de cantar. Después se paró, sonrió ampliamente y se acercó lo más rápido que pudo para abrazarme, ante la mirada desconcertada de sus acompañantes.

— ¡Eduardo, estás gordo! —fue lo primero que me dijo, aún con su cabeza sobre mi hombro, después de cuatro años en silencio.

— La buena vida y la poca vergüenza —le respondí.

— Interesante —me respondió y me eché a reír. Después de todo el tiempo que no hablamos, seguía diciendo "interesante". Siempre decía esa palabra cuando trataba de decir un "Sí" o "Ajá" de manera sarcástica. Desde que la conocía la utilizaba.

— Tú en cambio sigues tan fuerte como siempre —le dije con descaro, pero sin faltar a la verdad.

— Y también sigues tan galante. Ven —me ordenó y la seguí obedientemente. Me tomó de la mano, me llevó a su mesa y me presentó a sus amigos. Solo uno me prestó mayor intención. Estaba sentado justo al lado de ella. Tenía rasgos asiáticos y una cabeza rapada, pues se notaba que no era calvo a la fuerza. Intuí que su ego veinteañero lo había obligado a combatir su prematura calvicie rapándose la cabeza por completo. Algo así como un "me voy antes que me boten".

— Él es mi enamorado. Él es Eduardo, un amigo de hace uffff —dijo ella, al tiempo que el pata se puso de pie, y sus ágiles, pequeños y celosos ojos me escrutaron con la facilidad con que lo hace el escáner de una caja registradora con un código de barras. Al parecer no intuyó peligro, pues me hizo una mueca que interpreté como una sonrisa y me extendió la mano. Luego ella me llevó aparte, lejos del ruido, para poder conversar.

— Disculpa, es un poco arisco. Creo que lo voy a terminar. Hemos terminado unas cien veces en los seis meses que estamos —me dijo.

— ¿Cuándo fue que volviste? Desapareciste del mapa —le increpé de repente, con la mayor voz de resentido que pude fingir. Y digo fingir porque no estaba resentido, aunque probablemente hubiera estado en mi derecho. Sin embargo, el tenerla ahí de nuevo, tan perfecta, cuando una parte de mí pensaba que jamás la iba a volver a ver, era suficiente para olvidarme de todo.

— Sí, tienes razón... pues me hackearon la cuenta de messenger y sabes lo floja que soy con los temas de tecnología, ni siquiera me creé otro. Volví hace unos diez meses y pues, bueno, ya nada parecía estar ahí. Fui a tu casa y me dijeron que ya no vivías allí. Te escribí un par de veces al correo de la universidad, porque el otro no lo recordaba, y tú nada. ¡Yo creí que eras tú el que había desaparecido del mapa!

Sabía que todo lo que había dicho era cierto. Durante su viaje me mudé, mi correo de la universidad, una vez que egresé, lo revisaba a las quinientas y, cosa rara, no teníamos amigos en común, como para preguntarles a ellos si sabían algo del otro. Me contó que ni bien llegó consiguió un lugar para practicar y allí conoció a su novio. Debido a que no había hecho ningún trámite para guardar su cupo de matrícula en la universidad, no pudo volver ese mismo semestre, así que, arrabatada como ella sola y con ese espíritu alpinchista que siempre la caracterizó, se fue a otra universidad.

No tuvimos tiempo de hablar mucho más. Rápidamente me dio el número de su celular —según ella, el primero que tenía— y nos dirigimos a nuestras respectivas mesas. Antes de separarnos se dio tiempo para una última pregunta.

— ¡Ah! Oye, Eduardo, ¿y tú? ¿Estás con alguien? —me preguntó. Me reí para mis adentros. Si alguien estaba al tanto de mi legendariamente lamentable vida amorosa, era ella. Siempre cuestionaba mis gustos y trataba de apoyar a cualquier muchacha que conociera cuyo nombre, según su criterio, sonara bien con mi apellido.

— Más solo que nunca. Tú sabes, la miseria me sienta bien —le dije sonriendo, recordando los tiempos en que sosteníamos ese tipo de conversaciones hasta el cansancio.

— Interesante. Llámame mañana, no nos volvamos a perder —me guinó el ojo y se fue.

Veinte minutos después, mientras trataba de explicarle a mis amigos que no les podía dar el teléfono de mi amiga así juraran que el samurai de su novio no era competencia para ellos, sonó una vieja, aunque recordada, canción de Luis Miguel. Antes de que me diera cuenta, oí la ya conocida voz ronca a mis espaldas y sentí una mano que me jalaba del cuello de la camisa. Un segundo después estaba ahí, parado en una esquina de ese karaoke, cantando esa canción nuevamente y muriendo socialmente, pero disfrutándolo. La muchacha de la sonrisa tierna y cuerpo infartante había vuelto y, efectivamente, estaba más fuerte que nunca.

*******

Y así llegó ese viernes. Después del día del karaoke volvimos a ser inseparables. A la tarde siguiente la había llamado, tal como me lo había pedido. Me dio su nuevo messenger y nos empezamos a mandar mensajes todo el día. Nos hubiera gustado vernos, pero las distintas obligaciones nos mantenían ocupados y siempre que quedábamos, uno de los dos cancelaba.

Ese viernes llegué unos minutos tarde y ella ya estaba allí. Lucía, para variar, perfecta. Y no solo eso, sino que irradiaba ese dulce perfume que tantas veces me había embriagado.

Charlamos un rato sin decirnos nada, hasta que le pregunté por el favor aquel del que me había comentado por teléfono. Dudó. Era claro que algo le pasaba. Aunque podía decir que la conocía tan bien como a mí mismo, en ese momento parecía tener un cierto aire misterioso e impredecible, pero, a la vez, adorable y con una cierta dosis de melancolía, algo que siempre me pareció que estuvo presente en ella —por lo menos parecía florecer cuando no sabía qué hacer— y que nunca había aprendido a descifrar del todo. Cuando eso pasaba —e influía que cuando estaba con ella me sentía empequeñecido ante su belleza y adoptaba una actitud sumisa frente a la dictadura de sus encantos— le concedía cualquier capricho que pudiera ocurrírsele solo para complacerla, y así borrar ese estrago de tristeza de su rostro. El único problema era que ella, a diferencia de mí, sí sabía descifrarme a la perfección.

— Es que sé que no te gustará la idea...

Solo me miró fijamente y se limitó a sonreírme ligeramente. No dije nada, pues con su silencio y con el solo hecho de verla me sentía satisfecho. Ante mi silencio, ella arremetió.

— ¿Recuerdas esa vez que te acompañé a esa reunión? —me preguntó. Tuve que hacer un sincero esfuerzo por recordar ese evento. Había sido hace unos seis años. Ante mi insistencia, había ido conmigo al cumpleaños de una amiga, una fiesta a la que no tenía muchas ganas de asistir. Aún no recuerdo por qué era tan necesario que vaya, pero cuando le pedí que me acompañara, ella, un poco a regañadientes, aceptó, solo por darme gusto.

— Sí, recuerdo... —le respondí, intuyendo por dónde iba el asunto.

— Pues te cuento... Es el cumple de mi jefe, el otro sábado, y me gustaría que me acompañes —me explicó muy rápido, casi atropellando las palabras.

— Tú sabes que odio ese tipo de reuniones...

— Lo sé, lo sé. Lo recuerdo —me interrumpió.

— ¿Y qué fue con tu novio? ¿Por qué no vas con él?

— Te dije que iba a terminar con él, ¿no? Pues lo hice. Y ahora, como trabajamos juntos, las cosas están algo incómodas. Además, él tiene varios años trabajando allí y todos nuestros amigos, bueno, sus amigos, parecen estar de su lado, o algo así.

Me quedé meditándolo unos segundos. No quería ir. La adoraba, pero no quería hacerlo. Iba a estar totalmente fuera de lugar. Más allá de que no me gustaran ese tipo de reuniones, habían muchas otras cosas que se presentaban desalentadoras para mí. Tendría que desempolvar mi terno, por ejemplo. Además, siendo honestos, iba a arruinar la foto. Mi descuidado físico y la carencia de elegancia de una barba que no pensaba afeitar y una despilfarrada melena que no pretendía cortar iban a verse terribles al lado de la brillantez de la sonrisa de ella y el vestido entallado que seguramente ella luciría con garbo aquella noche. No, no daría mi brazo a torcer.

— Porfa, Eduardo, contigo no me voy a aburrir. Nunca la pasamos mal —me dijo, casi al borde de la súplica.

Ajá. Sabía lo que hacía. Trataba de adularme, de hacerme sentir importante y acariciar mi ego. Seguramente luego iba a empezar a mirarme con sus ojazos pardos... Sí, sí, efectivamente, ahí estaban, expresivos y glamorosos, tan impactantes que casi podía sentir su mirada en el alma. Pero estaba preparado. Ella no contaba con eso. Luego, me tocó el brazo ligeramente. Eso no me lo esperaba, pero supe arreglármelas. Contrarresté su ofensiva con sobriedad y contraataqué. Le repetí que no iría, que qué flojera, en mi tono más convincente y tajante, como regañándola suavemente. Sin embargo, eso no funcionó. Entonces decidió lanzar su más letal arma. Me volvió a mirar y me sonrió de manera perfecta, con una mezcla de coquetería y seguridad, sabiendo que tenía al toro por las astas. Dejó que su sonrisa y su mirada hablaran y amortiguó mis últimos, silenciosos y vanos intentos por escapar de su fulminante ataque. Había caído y estaba a su mando. Me tenía sometido a su soberbio encanto. Y lo peor era que ella, la muy cabrona, lo sabía. No hacía falta decir o hacer más. Las palabras solo oscurecerían mi trágica realidad. Estaba derrotado. Me había derrotado.

— ¿Paso por tu casa o me recoges tú? —bromeé. Extendió aún más su sonrisa, con altivez triunfante, y me abrazó fuertemente, como un símbolo de reconocimiento a mis infructuosos intentos por darle batalla.

— ¡Genial! Será en Cieneguilla...

— ¡¿Cieniguilla?!

— ...iremos en el carro de una amiga —continuó sin importarle mi objeción por el alejado sitio donde se llevaría a cabo la dichosa reunión—. Lo olvidaba, los hombres deben llevar una corbata lila o morada. Así quiere mi jefe, es como el tema de su fiesta o algo así.

— Huachafo...

— Las mujeres vamos a ir con vestido lila. Si no tienes, yo le puedo pedir una a mi papá.

— Sí tengo. Oye, ¿y segura que tu novio, que supongo irá, no se pondrá saltón? O sea, tú y yo sabemos que no somos nada y soy inofensivo, pero no es lo que va a parecer —le dije, con temor a que se comenzara a reír por insinuar que un lomazo como ella y yo podríamos tener algo.

— Ese chino cara de pedo. Si le jode, pues chapamos en su cara, para que le joda más.

— Bueno, si insistes...

— Ja, ja. Ya quisieras. No te precupes, Edú —la adoraba cuando me llamaba así—. Si llega a molestarse es su problema. Y con el resto de gente igual. Me da igual lo que piensen.

— Pensarán que tienes un gusto terrible.

— Pero si eres lindo. Gracias, Eduardo, te debo una.

— Lo tendré en cuenta.

No nos dijimos mucho más durante el resto de la media hora que permanecimos en aquel sitio. Sin embargo, tenía ese ya típico sentimiento de que la había cagado.

*******

Ese sábado llegué muy temprano a su departamento. Ahora, solo vivía con hermana, una chica mucho mayor que ella con la que apenas había hablado una o dos veces y que, en esas pocas ocasiones, fácilmente pude deducir que no tenía ni una pizca de la gracia y belleza de su hermana menor. Por lo que sabía en esos momentos se encontraba trabajando. Estaba por tocar la puerta, cuando oí su voz desde adentro.

— ¡Vete ya y no me jodas! —escuché que gritaba. Me quedé parado ahí sin entender, sin saber si irme de su casa o tocar a ver qué pasaba. Opté por lo segundo.

— Un ratito, Eduardo, ya salgo —me dijo con su usual voz de niña. Yo seguía sin entender nada.

— ¿Quieres que me vaya? —me atreví a preguntarle. Ella abrió un poco la puerta y asomó su cabeza.

— ¡Te afeitaste! —me dijo ni bien me vio.

— Y también me peiné —le respondí.

— Interesante. Pasa. ¿Por qué querría que te vayas?

— Acabo de escucharte decirlo...

— No, no. ¿Escuchaste eso? No era para ti, Eduardo. Estaba hablando por teléfono.

— ¿Con quién? —le pregunté un poco más tranquilo y entrando a su departamento. Entonces la vi y quedé deslumbrado por ella, lo que me hizo olvidar todo el asunto del vete ya y no me jodas. Tenía un vestido lila entalladísimo y que le quedaba perfectamente hasta los tobillos, ocultando ligeramente sus plateados zapatos, dando la impresión de que estuviera flotando en la nada. Su usual cabello lacio estaba ondulado y por lo que pude percibir solo usaba un poco de maquillaje, suficiente para lucir naturalmente bonita. Aún se terminaba de colocar los aretes cuando de manera media enredada me comenzó a explicar lo sucedido.

— Mira, me llamó el Chino, mientras me cambiaba y estaba abajo. Había venido a recogerme. Y cuando lo largué, no quería irse el hijoeputa. Insistía en qué tenía que llevarme, que yo era su enamorada, que cómo iba a llegar sola. Entonces le dije que me recogería Susana, la amiga que te dije, y que tú irías conmigo. Entonces se puso mucho más faltoso. Que quién es ese, que me vas a hacer quedar mal con la gente del trabajo. Y ahí lo mandé a la mierda, y eso fue lo que escuchaste. Te debe haber visto llegar...

— Oye, yo no quiero causar problemas. Yo te quiero mucho, pero ir contigo va a ser meterle más leña al fuego y seguramente el Chino este va a estar jodiendo. A lo mejor tú tampoco deberías ir.

— Yo voy a ir y que se joda él. Eduardo, no te preocupes por nada, no me estás causando ningún problema. Yo sé defenderme.

Accedí de mala gana. Lo último que quería era meterme en ese tema. Unos minutos después llegó su amiga Susana, también con un vestido lila. Así, bien uniformados y aún con la firme idea de que el jefe de esa oficina era un total y entero huachafo, partimos rumbo a la lejana Cieneguilla.

Al llegar a la inmensa casa del jefe, la primera impresión que me dio fue la de encontrarme en un desfile de modas en el que se exhibían vestidos lilas. Pasamos al jardín donde estaban la mayoría de invitados y, pese a la cantidad de gente que había y las hermosas colegas de mi amiga, debo confesar que mi atención se dirigió directamente a una señora que estaba sentada a un costado. Era una vieja de fealdad jamás vista, que vestía un sastrelila elegantísimo.

— Esa tía es una de las más más de mi departamento. No he tratado mucho con ella, pero dicen que es una mujer horrible —me comentó mi amiga mientras pasábamos a una distancia prudente de la aquella mujer.

— Es más fea que el pecado —le dije. Sin embargo, su fealdad era cautivante. La tía no habría parecido tan elegante ni aristocrática sin esos indecorosos rasgos.

Aún con el rostro de la vieja en mente, nos ubicamos en una de las mesas del centro del enorme salón, donde ya estaban las amigas de ella, todas de lila, aunque, en mi opinión, opacadas por mi amiga. Me senté calladamente observando a la gente, mientras mi amiga se ponía al día en las conversaciones con el resto de muchachas de la mesa. Pude ver a lo lejos al Chino. Estaba vestido todo de negro, lo que le daba un aire a un stripper o a un asesino a sueldo oriental. Era claro que se había meado en el deseo del cumpleañero por que los asistentes masculinos usaran corbatas azules y tenía una de un negro acrílico.

Sentí algunas miradas juzgadoras, como si la gente supiera que en ese tipo de reuniones lo importante se dice en los rincones del salón y no al centro, a los oídos de todos. La pronta llegada de los trago hizo que me relajara un poco. Salvo las esporádicas conversaciones con mi amiga —que se daba tiempo para mí, pese a que era frecuentemente concurrida por algunos compañeros de trabajo— no sociabilizaba con nadie, ni nadie lo hacía conmigo.

Como rápida consecuencia de los tragos —mi único y fiel acompañante en esos momentos— sentí deseos de ir al baño, así que me paré, me excusé levemente con mi amiga y me lancé a la excursión de encontrar el baño en la inmensa casa.

Cuando salí del baño habían dos chicos esperando a entrar. Me hice a un lado para que entre el primero de ellos, pero no se movió. Se acercaron a mí y cortésmente ofrecieron un trago. Me cayeron bien, así que nos pusimos a conversar un momento. Pasamos de las presentaciones formales a hablar de política, para luego hablar de fútbol y después se interesaron en mi labor como periodista. Lo siguiente sucedió tan rápido que casi no me di cuenta. Uno de los tipos, el más alto, apoyó su brazo en la pared que tenía al frente, yo a la espalda, y acercó sigilosamente su rostro al mío.

— Ahora dime, ¿en qué andas con la china? —me preguntó y pude sentir su aliento alcohólico.

— ¿Cuál china?

— La flaca del Chino, pues.

— ¡Ah! Pero ella no es jaladita. Y según tengo entendido, es la ex enamorada...

— ¡No te hagas el huevón!

Me quedé viendo al tipo alto sin saber si reírme o no. Claramente no era una broma lo que me decía, pero no podía evitar sonreír por dentro por lo cómico que me resultaba la escena.

— Lo que pasa es que ella y el Chino se quieren un montón y están con algunos problemas. Y parece que tú estás aprovechando de eso —comentó de repente el tipo bajo.

— Creo que son dos los que están huevones.

— Mira compare, yo conozco a la china casi un año y la estimo bastante y no sé de dónde apareciste tú y te aprovechas...

— Yo la conozco diez años —exageré, la conocía nueve—. Si a tu compare el Chino le pasa algo que venga él mismo a decirme.

Le quité el brazo de la pared al tipo alto y avancé rumbo al jardín, donde estaban casi todos los invitados bailando. Pensaba en que todo lo que había pasado era cosa del Chino resentido, feo y cabeza de falo, que sin dudas había mandado a sus chacales. En tanto, yo ya ideaba cómo podía utilizar mi triste corbata lila como arma de destrucción en caso tuviera que hacerle frente al japonés ese que, más que seguro, poseía habilidades caratecas.

— ¿Dónde te habías metido? —me atrapó la voz de mi amiga ni bien me senté.

— Sorry... tuve un percance.

— No sabes, el idiota este del Chino vino mientras no estabas y empezó a joder —me dijo.

— Chino pendejo... —solté, confirmando que todo el rollo anterior había sido idea suya.

— Puta madre, Eduardo, me asusté. Me decía que lo estaba avergonzando enfrente de todos sus amigos, que ya todos decían que al toque le había buscado reemplazo. Y cuando le dije que a la mierda con él, que si le jodía era su roche, se puso como loco, me jaló feo y me llevó a un costado, y me empezó a gritar, Eduardo. Estaba rojo el chino de mierda y se le hinchó una vena en la pelada —me dijo con voz atropellada y los ojos llorosos.

— Obviamente está dolido. No le hagas caso. Como dices, es su roche. Él pudo traer a alguien también —le dije tratando de consolarla, pero fue peor. Se fue quebrando y al minuto estaba llorando en mi hombro. A pesar de que la conocía tanto tiempo, nunca la había visto llorar como ese día. Entonces odié al Chino con todas mis fuerzas.

— No, Eduardo. Siempre ha sido así. En estos seis meses siempre fue un patán, siempre celoso, posesivo. Me llamaba y mensajeaba hasta de madrugada, solo para saber dónde estaba. Y no solo eso, también llamaba a mis amigos, a mi vieja, Eduardo, para preguntarles si era verdad que estaba donde yo le había dicho. Todas las peleas que tuvimos fueron por su culpa. Renegaba de todo. Si cada vez que terminábamos volvíamos, era porque me rogaba para hacerlo. Solo que hoy estaba bien agresivo... me dio miedo, Eduardo.

— Entonces aléjate de él. Tú no te mereces a un tipo así —le dije. Se quedó callada y aún con los ojos llorosos me miró profundamente, como pidiéndome perdón. Pero yo no lograba entender por qué.

— Eduardo... Te juro que me dio tanto miedo, que le dije que lo vería mañana, para conversar. Que iba a pensar si volvíamos...

— ¿Por qué? Me acabas de decir que no quieres nada con él.

— Sí. Bueno, no. Es que me da miedo cómo va a reaccionar si le digo que no. Además, cuando lo llegas a conocer, es buen tipo...

— ¿O sea, vas a esta con alguien porque le tienes miedo?

— No. Sí. No sé, Eduardo. No sabía qué hacer.

— Tú sabes que te mereces alguien mucho mejor que el chino ese.

— Seguramente. Pero, ¿y qué si no hay nadie, Eduardo?

— ¿Qué no haya nadie? Mírate, eres perfecta, y no lo digo porque sea tu amigo y te conozca años. Realmente te mereces mucho más. El Chino no es el último tipo que vas a conocer en tu vida.

— ¿Y por qué estás tan seguro? —y volvió a quebrarse y a llorar.

— Tú te mereces alguien que te respete, que te valore, que confíe en ti...

— Sí, sí, sí. ¿Y eso me de dónde va a salir? ¿Tú conoces un tipo así?

— Sí, bueno, pudiera conocer —me quedé callado, sabiendo que mi respuesta había sido poco convincente— Y ¿por qué, por qué no yo? —agregué casi con impotencia en mi voz.

— ¿Qué? — me preguntó ella, tras unos segundos eternos en los que pareció reflexionar sobre lo que acababa de oír.

Yo, por mi parte, me quedé ahí tieso, pues ni yo mismo me esperaba lo que acababa de decir. Las palabras simplemente salieron, sin pensar. Inmediatamente supe que había cometido un error. Porque yo la quería, cómo no quererla, pero no así, no de esa forma y no para eso. Al visitante de este cada vez menos concurrido blog y al lector de este post, que no piense que simplemente no me parecía atractiva o no le tenía ganas, como se suele decir. Pero jamás, de no ser por la impotencia que sentí en ese momento, de las ganas que tenía de hacerla sentir mejor y no poder hacer nada, le hubiera hecho tal proposición. En ese momento, no sé por qué, sí me sentí un aprovechador. Pero no había vuelta atrás, por lo menos no le veía salida al asunto. ¿Retractarme? No hubiera sido justo para nadie. Ahí seguía yo, en el momento más tenso y silencioso de nuestra larga amistad, agonizando en sus ojos y sin hallar respuesta alguna. Los diez años de alegrías, desencantos y vivencias con ella pasaron por mi mente en cuestión de segundos. ¿Por qué no?, pensé de repente. Nunca habíamos discutido, nos llevábamos bien, era una de las pocas personas con la que podía conversar horas de horas sin aburrirme. Hasta me proyecté en que podríamos tener hijos bonitos (si salían a ella, claro. De mí solo iban podían sacar la miopía y esa contextura media amorfa con la que convivo). Así que seguí adelante.

— Sí, ¿por qué no? — le dije rompiendo el silencio.

— Interesante —me dijo pronunciando largamente cada sílaba, como volviendo a la realidad y aún, supongo, sin creer lo que acabía de escuchar—. No sé, Eduardo, ¿hablas en serio o me estás hueviando?

— Ehhh, pues sí, digamos que sí. Mira, nos conocemos hace años, nos cagamos de risa juntos y nos llevamos genial. Tú siempre me has parecido una muchacha atractiva y, bueno, sé que hace años te mueres por mí.

Ella dejó atrás la cara de sorpresa y aún con algunas lágrimas en los ojos comenzó a reír (tal vez un poco más fuerte de lo que me hubiera gustado). Con solo verla sonreír nuevamente me sentí mejor.

— ¿Ya ves lo linda que se te ve cuando sonríes? Así deberías estar siempre y no sufriendo por cualquier chino pezuñento que no le ha ganado a nadie y que no sabe valorar lo que tiene.

— Eduardo, no sé qué decirte. A lo mejor cuando recién no conocimos... o si no me hubiera ido hace cuatro años, tú y yo...

— ¿Cómo? ¿Quiénes? No, no. No digas nada —la interrumpí y la abracé para que no dijera más. Si alguna vez en lo que iba de nuestra amistad hubo alguna remota chance, no quería enterarme. Prefería que las cosas siguieran así, en la sublimidad de la ignorancia. En esos momentos no era importante. Le había dicho lo que le había dicho, pero sin el verdadero objetivo de obtener una respuesta positiva o alentadora. Eso era lo de menos. Lo que quería hacer era hacerla sentir mejor y eso estaba conseguido. En eso, un rostro como salido de una pesadilla nos sacó del momento.

— ¿Pasa algo? —dijo la voz de la mujer horrible que vimos al entrar.

— No, nada —respondió mi amiga prontamente.

No nos quedamos para el postre. Ninguno tenía ganas. Solo al final, a pedido de su extravagante jefe —digo extravagante porque vestía un terno lila, fuera de eso parecía totalmente normal— bailamos un rato antes de irnos. Cerca de la puerta estaba el Chino, quien sin afán de disimular, nos dirigió una mirada fulminante. Mi amiga no se dejó intimidar y quizás aparentando más osadía de lo que en realidad tenía, me tomó de la mano.

La señora fea resultó siendo bastante amable y se ofreció a sacarnos de Cieneguilla a un lugar más cercano. Luego tomamos un taxi, donde mi amiga, rendida por la jornada, se recostó en mi hombro y se quedó dormida unos minutos. Llegamos hasta la puerta de su edificio y su semblante era diferente. Estaba más risueña e incluso nos sentamos un rato en las escaleras de la entrada de su edificio a conversar y recordar viejos tiempos.

— Aunque pareciera que no, la pasé muy bien hoy, Eduardo —me dijo, al tiempo que se ponía de pie para entrar. Me brindó la mejor de sus sonrisas y me dio un beso en la mejilla mientras me tomaba de las manos. Luego, antes de entrar, se quedó parada como queriendo decir algo, pero sin atraverse. Entonces le hice una seña para que no se preocupara y permaneciara callada.

— Te quiero un montón, Edú, gracias por todo —me volvió a sonreír y entró a su edificio. A pesar de las horas que estuvimos fuera, mientras mi corbata casi ya no tenía nudo y mi camisa bailaba fuera del pantalón, ella seguía luciendo preciosa en su vestido lila, como si recién estuviera partiendo hacia la fiesta. Antes de dirigirse a su depa —en el tercer piso— se asomó por el balcón del segundo y volvió a despedirse. En eso, oí que sonaba una música lejana: era su celular. Lo sacó de su cartera y al ver la pantalla se le apagó cualquier rasgo de sonrisa, pero se repuso al instante. Me miró a lo lejos, rió y colgó la llamada. Sin embargo, casi al instante, volvió a sonar. Ella hizo un gesto de impaciencia y sonriendo pícaramente, sin previo aviso, lanzó su celular a la calle, en dirección mía. Casi por instinto recibí el pequeño aparato, que aún timbraba impaciente.

— Yo no uso esas huevadas, no van conmigo. Bótalo por ahí. Búscame mañana para almorzar—me gritó desde el balcón, dio media vuelta y se dirigió hacia su departamento.

— Como usted diga —dije casi para mí mismo. Nuevamente fiel a sus caprichos, caminé un rato con el celular aún chillando y después de un rato lo deposité en un tacho de basura cercano. El regreso de la chica de generosa sonrisa había sido triunfal.

*******

La noche-madrugada era cálida y me provocó caminar un poco, antes de enrumbar hacia mi cubil. Mi mente aún giraba en torno a todo lo que había pasado. Era bastante tarde, más o menos la hora, como alguna vez alguien me dijo, en que uno solo se topa por las calles con la gente demasiado alegre o demasiado triste. Y no sé si para bien o para mal, pero no me colocoba en ninguna categoría.

Me sentía en parte contento por mi amiga, pues consideraba que había dado un buen paso al chotear al Chino puñetero, pero a la vez confundido y esforzándome por tratar de comprender al susodicho. Su manera de actuar tampoco podría ser por gusto, ni siquiera lo encantadora y bonita que pudiera ser mi amiga lo justificaría. Entonces concluí que si a las mujeres les gusta el golpe, a lo hombres nos gusta el daño.

Luego me quedé pensando en mi seudo propuesta, osada y casi obscena, y no pude evitar sonreír. No podía imaginarme mi reacción si me hubiera dicho que sí o si me hubiera dicho un no tipo "estás huevón". Luego me inquietó la posibilidad que ella insinuó, en la que tal vez antes podría haber sido. Obviamente en la larga amistad que me unía a ella lo había considerado en algún momento, pero sin la verdadera intensión de alguna vez volver esos pensamientos en realidad, pues como amigos estábamos bien. Finalmente le eché tierra al asunto. Ya era suficiente de pensar en el pasado y lo que pudo haber sido del futuro si se hacía algo diferente.

Sin embargo, el asunto me siguió dando vuelvas a la cabeza. Al final, terminé dándome cuenta de que las oportunidades perdidas forman parte de la vida tanto como las oportunidades aprovechadas. Entonces, una historia, cualquiera que sea, no podía detenerse en lo que podía haber sido. Y así ha sido hasta ahora.

Dejo dos canciones. La primera de Cerati porque como dice en esta rola, hay preguntas que más que preguntas son respuestas. La segunda porque ¿por qué no?



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